LA FE: FIARSE DE DIOS
LA FE: FIARSE DE DIOS
EL "DEPÓSITO" DE LA FE Y EL MAGISTERIO
«Dios quiso que lo que había revelado para salvación de todos los pueblos se conservara íntegro y fuera transmitido a todas las edades. Por eso Cristo nuestro Señor, plenitud de la revelación, mandó a los Apóstoles predicar a todo el mundo el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta, comunicándoles así los bienes divinos; el Evangelio prometido por los profetas, que El mismo cumplió y promulgó con su boca. Este mandato se cumplió fielmente, pues los Apóstoles con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó; además, los mismos Apóstoles y otros de su generación pusieron por escrito al mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo» (Const. dogm. Dei Verbum, n. 7).
Los Apóstoles y los demás discípulos pusieron una exquisita atención en la custodia y trasmisión de la doctrina que recibieron de Jesús. Desde el primer momento aparece la Tradición e inmediatamente o un poco más tarde, una parte de lo revelado se recogió en libros escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, y que por esta razón reciben también el nombre de Sagrada Escritura. La parte de lo revelado no recogido por escrito seguía viva también en el seno del pueblo cristiano y fue entregada asimismo de una generación a la siguiente, por eso se le suele denominar como Tradición (detraditio, entrega). La Sagrada Tradición nos transmite, entre otras cosas, la relación de los libros inspirados por el Espíritu Santo. Por eso no basta el criterio protestante de la sola Escritura, pues por ella sola no podríamos saber cuál es la relación de libros inspirados.
Sagrada Escritura y Tradición forman como un depósito, algo que se ha recibido y que hay que guardar sin cambiar nada. Con palabras del Concilio Vaticano I, «la doctrina de la fe que Dios ha revelado, no ha sido propuesta como un hallazgo filosófico que deba ser perfeccionado por los ingenios humanos, sino entregada a la Esposa de Cristo como un depósito divino, para ser fielmente guardada e infaliblemente declarada» (Concilio Vaticano I, Const. dogm. Dei Filius, cap. 3).
QUERER CREER
Dios nos ha mostrado en su Hijo Jesucristo una serie de verdades sobrenaturales en orden a la salvación. Como estas verdades no son evidentes para la razón humana, se precisa una ayuda de Dios para creerlas -para tener fe- y, de otro lado, una buena voluntad por parte de cada persona.
El hombre por sí mismo no puede tener la virtud sobrenatural de la fe porque la fe es un don de Dios. «Es una virtud sobrenatural por la que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por El ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas, percibida por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede ni engañarse ni engañarnos» (Concilio Vaticano I, Const. dogm. Dei Filius, cap. 3). Como la fe es el principio de la humana salvación, es decir, que «sin la fe es imposible agradar a Dios» (Hb 11, 6), y «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2, 4), Dios está dispuesto a dar a todos y cada uno de los hombres este don, para darles la oportunidad de salvarse. Pero es preciso en cada persona una buena disposición para poder recibir este don: la humildad. La fe, la esperanza y la caridad llegan al alma con la gracia, y Dios da su gracia a los humildes, en cambio, a los soberbios los resiste (cfr. Pr 3, 34).
Dios nos da su gracia para que queramos creer, y nos ha dado, junto a la doctrina, la demostración de que lo que nos ha revelado es creíble, es más, que debe ser creído, porque ha demostrado su autoridad con milagros y profecías. Es razonable para una persona que tiene buena voluntad creer lo que Dios nos revela y la Iglesia nos enseña. Lo ilógico es no fiarse de Dios cuando se aprecia que los motivos de credibilidad son auténticos. Sin embargo, como los motivos de credibilidad no nos dan una evidencia sino una certeza moral, no mueven necesariamente nuestra inteligencia a asentir, por eso uno puede rechazar la revelación de Dios, y por eso también el acto de fe es siempre un acto libre, y por eso meritorio: para el acto de fe se requiere siempre un acto de la voluntad, querer creer.
Cuando se ha conocido la doctrina cristiana y no se cree, y en los casos de una fe adormecida, suele haber una mala disposición en la persona; no sólo una mala disposición en su inteligencia, sino en todo el hombre. Para reconocer los motivos de credibilidad y para otorgar el asentimiento de la fe hacen falta unas disposiciones morales: vida honesta, actitud de búsqueda de la verdad, sentido de responsabilidad, disposición a comprometerse y mantener las decisiones, etc. Cuando preguntaron a un convertido de muy santa vida, el célebre cardenal Newman, cómo había podido llegar a su situación estando anteriormente tan lejos de la Iglesia Católica, contestó: «No he pecado jamás contra la luz».
Cuando Dios revela hay que prestarle la obediencia de la fe, aceptar todo lo que nos dice, porque es Dios y tiene derecho a organizar nuestras vidas. Dios no se impone, sugiere. A nosotros nos toca hacernos niños: «Si no os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18, 3), nos advirtió el Señor. Obedecer a Dios y servirle es emplear bien la libertad; es más, es el único modo de lograr la verdadera libertad, «la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rom 8, 21), porque es estar en la verdad, en la verdad de lo que es y ha de ser el hombre, y la verdad libera. Cuando se emplea bien la libertad -ese gran don que Dios da a cada hombre- en servir a Dios, se entiende que la fe es el mayor don que Dios puede hacer a una persona, pues con ella se puede alcanzar la felicidad eterna y la relativa felicidad de esta vida. En cambio, cuando uno no se fía de Dios, acaba esclavo de las tonterías de este mundo. Cuando no se cree en Dios, se acaba creyendo siempre en tonterías:
Una señora fue a un hotel y, antes de acostarse, pidió un vaso de agua caliente para tomar una pastilla. Lo colocó sobre la mesilla y se puso a leer un libro sobre espiritismo y fuerzas paranormales. Al poco tiempo sonó un clic y vio con sorpresa que se había desprendido del vaso una franja circular de cristal de un centímetro de ancho. Tocó el timbre y pidió otro vaso. A los pocos minutos oía otro clic y observaba con temor el mismo fenómeno. Pidió otro y al poco tiempo: otro clic con la rotura misteriosa. Horrorizada, la señora no sabía si invocar a un espíritu o marcharse del hotel. Optó por lo segundo. Durante años creyó en los fenómenos paranormales, hasta que un día en su casa apareció la sirvienta. Ella dio un respingo al verla con un vaso como la otra vez. La sirvienta le pidió excusas: se le había roto un vaso con un corte de casi dos centímetros paralelo al borde, pues al fregar no se había quitado la sortija, lo había rayado por dentro y al meterlo en agua caliente había saltado el trozo.
Dijeron los Apóstoles al Señor: «Auméntanos la fe». El Señor les dijo: «Si tuvieran fe como un grano de mostaza, habríais dicho a esta morera: «Arráncate y plántate en el mar» y os habría obedecido». (Lucas 17, 5-6)
Fue Arquímedes el que dijo: «Denme un punto de apoyo y removeré la tierra». Algo así podríamos decir: «Denme un hombre de fe, que realizará lo imposible».
Eso es lo que significa el poder de trasplantar la morera, un árbol de profundas raíces, al medio del mar. Lo cual no hace falta entenderlo al pie de la letra, porque expresa la fuerza, el dinamismo que la fe origina en el creyente, que le permite enfrentarse a todo, por muy difícil que sea.
Fe es fiarse, confiar. La fe nos lleva a poner nuestra seguridad en las manos de Dios. Podemos conocer poco de Dios, saber poca doctrina y, sin embargo, tener una gran fe, una gran seguridad en Dios. Y al revés, es posible ser un gran teólogo y saber mucho sobre Dios, y al mismo tiempo, tener poca fe, fiarse poco de Dios.
http://www.jesusmartinezgarcia.org/jmg/libro13/index.html#pag3
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