EL MAESTRO
Consejos, lecciones, máximas y enseñanzas de San Marcelino Champagnat sobre lo que es la educación y qué dotes ha de tener un buen maestro.
Fuente: maristas.com.ar
Cada uno, en la sociedad, ocupa un puesto y presta un servicio. Consideradas así globalmente, todas las profesiones son honrosas, porque todas son útiles y contribuyen al bien general.
Se ha de reconocer, sin embargo, que algunas funciones sociales son más dignas, más eminentes que otras. Unas atienden al servicio de las almas, otras al de los cuerpos: pues bien, en la medida en que el alma está por encima del cuerpo, el ministerio que la atiende está por encima del que se ocupa solamente del cuerpo. De donde se deduce que el sacerdote y el maestro, que se ocupan de las almas, desempeñan las dos funciones más excelsas que hay en el mundo.
Vamos a ver lo que es la educación y qué dotes ha de tener un buen maestro.
I. La educación.
La educación es una obra tan excelsa, que los santos padres y los autores más graves que se han ocupado de ella, la definen como una magistratura, una paternidad y un apostolado.
1. «Esta magistratura dice san Juan Crisóstomo tan por encima está de las magistraturas civiles como está el cielo por encima de la tierra; y me quedo corto. La magistratura civil no nos ofrece enseñanza alguna acerca de la verdadera sabiduría, ni maestro que nos aclare lo que es el alma, el mundo, lo que llegaremos a ser tras esta vida, adónde iremos a parar al salir de este mundo y cómo podemos practicar la virtud aquí abajo.
En este lugar, sin embargo, se explican todos esos graves problemas: por eso se le llama escuela de religión, cátedra de doctrina de las almas, tribuna en que el hombre se juzga a sí mismo; gimnasio, finalmente, en que uno se ejercita en la carrera que lleva al cielo».
Los magistrados juzgan a los reos y condenan los crímenes públicos; pero no iluminan ni alcanzan a procesar, incluso en la conciencia, el primer pensamiento, la primera causa del vicio: ésa es labor del maestro. Los magistrados castigan el mal; es mucho mejor lo que hace el maestro: lo previene, lo ahoga en su nacimiento, en su primer germen. Con frecuencia, los magistrados castigan y no corrigen; el maestro digno de tal nombre corrige casi siempre sin castigar; y cuando el mal se ha cometido, no pide la muerte del reo, sino la extinción de la falta.
Si la patria debe agradecimiento a los magistrados que la purgan de súbditos indeseables, ¡cuánto más al maestro por prepararle ciudadanos buenos y virtuosos que un día serán su fuerza y su gloria!
«Puedo repetirlo a mi vez concluye monseñor Dupanloup , el maestro es también magistrado, y la magistratura de que está investido, al igual que la obra que se le confía, ocupan el primer puesto en la sociedad».
2. El educador de la juventud no sólo es magistrado de rango eminente; es mucho más, es padre. Ciertamente, es un segundo padre, cuya vocación no supera, claro está, a la del primero; pero su entrega es tal vez más generosa, por ser más libre y desinteresada; su inclinación es menos natural, pero viene inspirada de más arriba; su capacidad, finalmente, es a menudo mayor y más perfecta.
El maestro participa esencialmente de lo más noble que hay en la paternidad divina. En la medida en que Dios se digna comunicarle el poder, es lo que los Libros Sagrados tan maravillosamente dicen del mismo Dios: «padre de las almas». No hay nombre que le venga mejor. Los mismos paganos habían alcanzado esa altura de pensamiento. «Sepan los jóvenes afirmaba un filósofo que los maestros son padres, no de los cuerpos, sino de las almas». Esa misma idea inspiró a Alejandro su célebre máxima: .«No menos debo a Aristóteles, mi ayo, que a mi padre Filipo; si a éste le debo la vida, a aquél le debo el llevar vida honrada».
3. La educación es un apostolado y una especie de sacerdocio. Tal ha sido el sentir perenne de la Iglesia. «No tengo empacho en afirmar dice monseñor Dupanloup que el sacerdote más virtuoso y más entregado a la santificación de las almas, tiene a menudo sobre ellas una influencia menos amplia y profunda que la del maestro en el alumno al que educa». La presencia del sacerdote entre los niños es más bien rara; sólo de vez en cuando se relaciona y habla con ellos; no puede, pues, seguirlos en el detalle de sus actuaciones. El caso del maestro es muy distinto: tiene en sus manos, como quien dice, la existencia del niño, su vida entera de cada día y cada hora, y por lo mismo, todo su presente y todo su porvenir. Tiene con él las relaciones más naturales, el trato más frecuente, por lo que su influencia está siempre actuando; es, en resumidas cuentas, perpetua y universal.
No se puede negar que el confesor repara el mal y obra en el alma un bien inmenso, admirable; pero no contribuye muy directamente al desarrollo de las facultades y rara vez, incluso, a formar el carácter del niño y corregirle de manera detallada los defectos. Sólo del maestro recibe el niño a la vez el empleo del tiempo, el desarrollo de la inteligencia y la reforma constante de las inclinaciones. El maestro está siempre con el niño; a lo largo del día le vigila y le dirige en sus acciones. El niño, pues, no piensa más que en el maestro, sólo a él oye, sólo por él trabaja; de él depende por entero en todo lo que más de cerca se relaciona con el espíritu y el corazón; a saber, la censura o la alabanza, el baldón o la honra, la satisfacción de aprender, la del trabajo y la del éxito.
La influencia del maestro en el niño es, por consiguiente, extraordinaria, ora le desarrolle las facultades con la instrucción, ora, en los demás ejercicios del día, le temple el carácter y las buenas costumbres mediante una disciplina paternal.
En cuanto a los defectos, el educador los ve más de cerca y los sorprende en el acto; los conoce mejor que el mismo niño, mejor también y antes que el confesor. Este conoce sobre todo las faltas y las absuelve; aconseja actos de virtud y los alienta. El maestro alcanza más: conoce a fondo las cualidades y los defectos de los alumnos y trabaja, como quien dice, en el debido sitio y momento, en desarraigar éstos y fomentar aquéllas.
Con autoridad sublime, el confesor forma la conciencia. El maestro hace lo mismo desde un puesto menos elevado, pero con autoridad también eminente. El confesor cura las llagas del alma, distribuye la gracia, comunica la vida sobrenatural. Con miras a esta última, el maestro prepara en el niño facultades robustas y vivas, le inspira el amor a la belleza y la verdad; para recibir las verdades de la fe, prepara una mente despejada, pura, recta; y para los combates que ha de arrostrar la virtud, prepara un corazón generoso, agradecido, filial, y un carácter firme, enérgico.
Claramente se ve que la educación no es una industria ni un trabajo de especulación, es un verdadero apostolado que busca llevar almas a Dios.
Cuando se trata de especulación, el maestro es un instructor que desempeña ese oficio como otro cualquiera. En el apostolado, el maestro es un padre, un pastor que desempeña un ministerio sagrado: es el hombre de Dios, el apóstol que se olvida de sí, totalmente consagrado a la salvación de las almas. En el caso de la especulación, los niños son colegiales a los que uno instruye a cambio de un justo sueldo: se trata de una explotación y uno de tantos medios como hay de ganarse el pan. En el apostolado son niños a los que se ama y educa para Dios con abnegada diligencia, hasta sacrificar por ellos la salud y la vida.
El apostolado supone solicitud de padre, entrega pastoral y celo apostólico. Los centros escolares en que reina, vienen a ser una familia, y una familia enteramente cristiana. Allí está Dios presente, con su autoridad suprema, a la vez paternal y maternal; allí hay afán de salvar almas. Sí, en escuelas semejantes, la primera de las preocupaciones es llevar almas a Dios.
II. Dotes de un buen maestro
De cuanto acabamos de decir se deduce que el ministerio del educador cristiano es muy noble, excelso y difícil. «Dar cabal educación cristiana no es labor cómoda ni que vaya como una seda. Es dice el cardenal de la Lucerna obra maestra del entendimiento humano, que no se logra sin asiduos y prolongados desvelos de una gran sabiduría. No basta sembrar la virtud en las almas, se la ha de cultivar con empeño y cuidado hasta que se logre recoger la cosecha. No basta enseñar principios religiosos, hay que grabarlos en lo más hondo, hasta conseguir que sean imborrables. No basta dar a conocer la religión, hay que hacerla amar. No se trata sólo de robustecer la débil naturaleza humana, sino de reformarla, puesto que está propensa al mal.
«¡Qué conjunto de dotes, aparentemente incompatibles, exige la obra magna de la educación! Autoridad que sepa conceder cuanta libertad se requiera para desarrollar el carácter, y negar la que lo pueda echar a perder. Mansedumbre sin debilidad, severidad sin dureza, seriedad sin desabrimiento, condescendencia y cariño sin familiaridad; deseo ardiente de éxito, templado por una paciencia inasequible al desaliento; vigilancia a la que nada se le escurra, junto con una prudencia que a menudo simula ignorar; recato que no perjudique a la sinceridad; firmeza que no llegue a la obstinación; perspicacia que, sin dejarse sentir, llegue a desenmarañar las inclinaciones; prudencia que dé a entender lo que se ha de perdonar y lo que se ha de castigar, y cuáles son para ello los momentos más propicios; ingenio que no llegue nunca a la astucia y se insinúe en las mentes sin provocarlas a rebelión; amenidad que haga agradable la enseñanza sin restarle solidez; indulgencia que se haga amar, a la vez que adecuada justicia que mantenga el temor; condescendencia plegada a las inclinaciones naturales sin mimarlas; habilidad para corregir dichas tendencias unas por medio de otras, robustecer las buenas, ahogar las malas; tino para prever las ocasiones peligrosas; serenidad que no se desconcierte por acontecimientos inesperados o preguntas molestas de los niños. Es como si dijera: para ser buen maestro, se necesitaría ser hombre perfecto».
No todos nuestros hermanos podrán tener cuantas dotes señala en el cuadro anterior y pide, aun a los maestros seglares, el cardenal de la Lucerna. Pero todos han de poner empeño en adquirir virtud sólida, piedad ardiente, intenso amor a los niños, entrega total, celo perseverante, firme y siempre atento para guardarles la inocencia y corregirles los defectos, mediante la discreción y la religiosidad.
1. Virtud sólida. De todas las lecciones que podéis y debéis dar a los alumnos, la primera, la principal, que es a la vez la más meritoria y la más eficaz para ellos, es el buen ejemplo. La instrucción penetra más fácilmente y se graba más hondamente por la vista que por el oído.
Las palabras pueden persuadir, el ejemplo arrastra; su eficacia es tanto mayor cuanto más suave, pues presenta a la vez la enseñanza, la exhortación y el aliento. El niño es instintivamente imitador.; lo ha querido así la naturaleza, para que aprenda por el lenguaje de los hechos. Ved cómo se adiestran los alumnos de caligrafía y dibujo, copiando obras ajenas. Así se forman los alumnos de moral, imitando las acciones de sus maestros. Por eso, san Pablo escribía a su discípulo Tito: En todas las cosas muéstrate dechado de buenas obras, en la doctrina, en la pureza de costumbres, en la gravedad de tu conducta, en la predicación de doctrina sana e irreprensible: para que quien es contrario se confunda, no teniendo nada que reprocharnos (Tt 2, 78).
Pero hay, en nuestro caso, una razón más profunda, que conviene explicar. ¿Qué es la educación? Es una transmisión de vida moral; es, ya lo hemos dicho, una paternidad auténtica. Pero, precisamente, una de las leyes esenciales de la vida es que sólo se pueda transmitir con ciertas condiciones de identidad o semejanza. En el mundo físico, la planta y el animal no se reproducen más que dentro de su especie y, al comunicar la vida, transmiten generalmente su conformación, necesidades y aptitudes. Pues bien, salvo alguna excepción, la vida moral se transmite con las mismas condiciones de semejanza. Para que pase de unos a otros, es menester que los padres o los maestros la posean, conforme al dicho «sólo se puede dar lo que se tiene». Además de poseer vida moral, necesitan tener virtud plena, sin mezcla de achaques o tachas, so pena de transmitírsela al niño alterada o incompleta. Sabido es que se puede heredar, por nacimiento, una salud robusta o una disposición enclenque: afirmamos, por nuestra parte, que la educación puede también transmitir vigor moral o gérmenes depravados. En suma, la vida moral y la virtud se heredan en las mismas condiciones en que se hallan, enclenques o robustas, conforme el educador sea tibio o fervoroso en el bien. Ya lo dice el adagio: «De tal palo, tal astilla». Según sea el padre o el maestro, así será el hijo o el discípulo. Esa es la ley, que unas pocas excepciones no pueden invalidar.
El mismo Creador parece haber querido formular esa ley de transmisión de la vida, cuando decretó: Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra (Gn 1, 26). Entonces Dios emitió e infundió en el hombre un hálito o espíritu de vida.. Ese es el modelo de la paternidad educativa. El maestro ha de emitir del fondo de su alma ideas conformes a la verdad, sentimientos buenos, nobles, virtuosos, todo lo que constituye la vida moral. Y si todo eso se reduce sólo a palabras y no se traduce en virtud y buenos hábitos, no será más que ruido vano, letra muerta, y no vida que engendra vida, virtud que da virtud. Si, en vez de lo que engendra vida, no lleva en el corazón más que elementos de muerte, vicio, pecado, codicia, espíritu mundano, el niño recibirá esa influencia y, de no ser por especialísima gracia de preservación, su alma reproducirá más o menos esa imagen.
Ahora bien, dicha vida moral se imbuye como un hálito, se respira como el aire, se expande por secretas emanaciones de las almas que la poseen, como emana el aroma de la flor: es asunto de una palabra, una mirada, una actitud, una sonrisa, y sobre todo del conjunto múltiple de relaciones, modales y conversaciones, que dan paso a la vida para su transmisión a las almas.
En el orden moral, el proceso de transmisión de la muerte es parecido al de la vida: no siempre es el resultado de un lance funesto que se pueda prever y determinar. Se instila también en las almas y se adentra invisiblemente, porque se expande a su vez cual funesta exhalación por los mismos caminos que dan paso a la vida. Por eso, igual que hablamos del «buen olor de la virtud», decimos también «el contagio del vicio».
Para enseñar la virtud, o mejor, para inspirarla y transmitirla, hay que ser virtuoso; de lo contrario, uno es charlatán, profesional de la mentira, la peor de las ruindades. Convencido de ello, monseñor Borderies, obispo de Versalles, aconsejaba a un clérigo joven: «Para ser santo, al educador de los jóvenes le basta no ser hipócrita ni mentiroso. No tiene más que hacer lo que dice y seguir los propios consejos.
Recomiendas a los niños la pureza de costumbres, sé tú mismo puro e irreprochable; les induces al amor de la verdad, la obediencia, el recato y la piedad, sé tú mismo franco, humilde, dócil, piadoso: sé para ellos modelo de todas esas virtudes»..
Dar a los niños lecciones de vida cristiana y contradecir, con el mal ejemplo, las sentencias que se pronuncian, es una vergüenza y un crimen; es acariciar con una mano y golpear con la otra. Los actos han de ir conformes a las palabras; si éstas se oponen a aquéllos, serán inútiles para el niño y no servirán más que para condenar al maestro. Cualquier educador religioso ha de poder repetir lo de aquel célebre israelita: «Ya que tengo encargo de guiar a los jóvenes, les dejaré ejemplo de virtud».
2. Piedad ardiente. No se comprenderá bien cuán necesaria es la piedad, si no recordamos que Dios ocupa el primer lugar en la educación por cuatro motivos:
1.° Porque es el primer maestro del hombre. Sí, el mismo Dios trabaja, ante todo, en la educación del hombre. Es fundamentalmente maestro. Por esa razón, dice el profeta Isaías: Tus hijos todos serán adoctrinados por el mismo Señor (Is 54, 13; Jn 6, 45).
En primer lugar, hay tres cosas en las que Dios determinó ser nuestro primero y único maestro: el pensamiento, la conciencia y la palabra. Ni los genios más preclaros han podido jamás definir cómo se adquieren esas tres cosas; quiérase o no, forzoso es reconocer en ellas la iluminación divina.
No trabaja Dios visiblemente en la educación del hombre; exteriormente, tal obra se confía a maestros vulgares. Pablo planta, Apolo riega, los pedagogos hacen lo que pueden; pero ni el que planta ni el que riega cuentan para nada. Sólo hay uno que cuenta de veras en la educación del hombre: es el que da el crecimiento, es decir, el que desarrolla, robustece, ilumina y levanta, y ése es Dios.
Como dice Fenelón, «trabaja invisiblemente en nosotros, como trabaja un minero en las entrañas de la tierra. Y aunque no le veamos ni le atribuyamos nada, él es quien lo hace todo. Está obrando incesantemente en el fondo del alma, al igual que obra en lo más hondo de las tierras de pan llevar para hacer que den cosechas; y de no ser por él, todo perecería, resultaría inútil cualquier esfuerzo humano».
El maestro, por consiguiente, es sólo el cooperador de Dios en la obra de la educación. Es evidente que, para cooperar adecuadamente con Dios, hay que vivir en íntima unión con él y participar abundantemente de su espíritu. Pues bien, solamente con la piedad y las frecuentes comunicaciones con Dios se puede alcanzar esa unión y participación de su espíritu.
Por otra parte, el principal medio de éxito en la obra de la educación es la gracia, el don de enseñar. Pero toda dádiva preciosa, todo don perfecto de arriba viene, del Padre de las luces (St 1, 17). Sin el socorro divino, vanos son los trabajos más persistentes y penosos; mientras que, con él, los menores esfuerzos se coronan con éxito feliz.. Únicamente la piedad fervorosa puede alcanzar la gracia, el don de enseñar, sin el cual nada se logra. Por consiguiente, el maestro que no es piadoso, no es apto para la enseñanza, nunca acertará en tal oficio. Podrá enseñar la lectura, la escritura, la aritmética; a lo sumo, llegará a hacer aprender de memoria a los niños algunas fórmulas del catecismo; pero nunca les ha de inspirar la práctica de la virtud, ni formará sus almas.
2° Porque se ha de educar a los niños por Dios y para Dios. «No educar más que para la vida temporal dice el cardenal de la Lucerna es tarea al alcance de animales desprovistos de razón. Educarlos tan sólo para la vida social, pueden hacerlo los infieles, privados de las luces de la revelación. Pero educar a un niño para Dios, para la Iglesia y para el cielo, solamente son aptos para esa obra el sacerdote, el padre cristiano, y el educador profundamente piadoso y religioso».
3º Porque tiende a la formación de las almas, la educación es obra interior. Educar al niño es, por consiguiente, ocuparse de su alma para llevarla a Dios; de su mente, para ilustrarla y darle sólidos principios religiosos y el conocimiento de Jesucristo; de su corazón, para purificarlo, ennoblecerlo y formarlo en la virtud; de su voluntad, para robustecerla, templarla, hacerla dócil, flexible y constante; de su conciencia, para iluminarla, formarla e inspirarle el horror al pecado; de todas sus facultades morales, para desarrollarlas y lograr que se eleven al orden sobrenatural, es decir, a la práctica de las virtudes cristianas sólidas.
Cuando se os confía un niño, imaginad que Jesucristo os está diciendo lo de la hija del faraón acerca de Moisés, al que acababa de rescatar de las aguas del Nilo: Toma este niño y críamele, que yo te lo pagaré (Ex 2, 9). Nada más precioso que él tengo en la tierra; te lo confío para que le guardes del mal y le enseñes a practicar el bien. Este niño es el precio de mi sangre; enséñale lo que me ha costado su alma, lo que hice por salvarle; edúcalo para el cielo, pues está destinado a reinar allí conmigo.
Pues bien, es evidente que una obra semejante no se puede realizar por medios humanos; solamente la gracia y la virtud pueden lograrlo; pero esa gracia y virtud no se alcanzan sino con la oración. La piedad, pues, le es absolutamente necesaria al maestro.
Porque el niño, para colaborar en su propia educación, necesita absolutamente la ayuda de la gracia. Lo primero que precisa para esa colaboración es la piedad. La necesita como apoyo de su debilidad en la lucha contra el pecado, las inclinaciones perversas, las tentaciones del demonio, el respeto humano y los ejemplos perniciosos de los condiscípulos. Si le falta la piedad, se hallará sin fuerzas en esas ocasiones.
Por otra parte, no se adquieren las virtudes sin esfuerzo; no se corrigen los defectos sin luchar; el niño ha de oponerse con denuedo a la propia naturaleza. Se le puede ayudar y dar ánimos, pero en último término le toca a él desarraigar el mal, cultivar el bien, corregir los defectos y perfeccionar las cualidades. Ahora bien, sin piedad, es labor superior a sus fuerzas. La piedad hace que el deber resulte fácil y ameno; lo robustece y anima todo en el joven; ella es la que infunde savia, vigor y belleza a las virtudes. Lo que el niño ejecuta por temor, por obligación rigurosa, por pura razón, siempre le resulta molesto, duro, penoso y a veces agobiante; mientras que todo se le vuelve amable y fácil cuando le mueve la piedad, el amor de Dios.
El niño sin piedad, aun cuando sea diligente y constante, es muy difícil de educar e instruir: se cansa, se hastía y desalienta; no se fía del maestro; es incapaz de sufrir reveses ni decepciones; se enoja y se irrita; es versátil e incapaz de determinarse a emprender nada grande ni asentarse en sitio alguno. El niño piadoso tiene también defectos, pero los reconoce y los siente, y trata de corregirlos; si cae, se levanta sin despecharse por sus caídas y sin disimularlas.
Es propio de la piedad infundir fuerza y firmeza maravillosas; éstas a veces dan a niños de doce a quince años una madurez de carácter y juicio, un vigor mental que pasma; se vuelven aplicados, previsores, modosos, rectos y firmes en la lucha contra sí mismos. La piedad logra que lleguen a ser los mejores compañeros y mejores estudiantes, siempre sencillos, amables, sin altivez ni aspereza. El niño dotado de piedad se hace todo para todos (1 Co 9, 22); se le abre la inteligencia, se le ensancha el corazón, se le desarrollan todas las facultades, de modo que se le puede aplicar lo que escribía Bernardin de Saint Pierre precisamente acerca de un niño: «La piedad va revelando cada día más la belleza de su alma con cierta gracia imborrable en su rostro».
4° Porque el educador no puede cumplir su augusto ministerio sino con la ayuda divina. Ya lo hemos recordado: nadie da lo que no tiene. ¿Cómo podrá, pues, el maestro inspirar la piedad al alumno, si él mismo no es muy piadoso? ¿Cómo hará comprender la excelencia, necesidad y ventajas de la oración, si las ignora o apenas las conoce? El maestro carente de piedad ni siquiera logra hacer rezar de modo conveniente a los niños. Podrá desempeñar las funciones de pertiguero y conseguir cierto orden, pero nunca ha de lograr por parte de los muchachos la postura y tono respetuoso que exige la oración; nunca podrá sugerirles las intenciones y afectos devotos que fomentan y vivifican la piedad.
Un alumno puede haber seguido muchos años el régimen de una escuela cristiana y, sin que él ni sus maestros lo adviertan, no haber llegado en realidad a ser ni muy piadoso ni muy cristiano. ¿Cómo es ello posible? Porque no actuaba bajo la inspiración de la conciencia. Obraba por mera imitación y rutina; iba a donde iban los demás; seguía con indiferencia la corriente común. Al hallarse ahora solo, fuera de aquel movimiento, ya no piensa más en las prácticas piadosas de la escuela. La voz de la conciencia no ha venido a suplir el silencio de la campana, ni la propia voluntad la dirección de los maestros. Abandona la oración, las funciones religiosas, los sacramentos, y llevado por nueva y mala corriente, sigue sin resistencia el impulso que le arrastra. Tal es el resultado de una educación impartida por un maestro carente de piedad y de virtud: no podía transmitir lo que personalmente no tenía. No puso empeño en imprimir buenos principios en la mente del niño y formarle la conciencia; no supo hacerle comprender la imperiosa necesidad y excelencia de la oración. Nada tiene de extraño que los frutos de semejante educación sean nulos.
Para infundir la piedad, es de la mayor importancia que se recen bien las oraciones: que todos los alumnos las digan con respeto, pronunciando distintamente cada palabra y cada sílaba, con tono sencillo, natural y devoto.
Nada hay más lamentable que las oraciones rezadas con precipitación, sin modestia, sin concierto, con una indiferencia y postura reveladoras de que se está aguantando el ejercicio de piedad, pero que el corazón no participa en él.
El hermano que no da a los ejercicios de piedad toda la importancia que tienen, que no toma las debidas precauciones para que los alumnos recen con respeto y devoción, que no da buen ejemplo durante las oraciones, que no mantiene una postura grave, recatada, o se ocupa de cualquier cosa ajena a los ejercicios piadosos, incurre en grave responsabilidad: echa a perder los sentimientos piadosos en el corazón de sus alumnos y compromete todo el proceso de su educación.
Es preciso, pues, que el maestro ore, que sea sólidamente piadoso; que enseñe a orar a los alumnos, les acostumbre a rezar debidamente e invocar cada día al Padre celestial. El maestro que no rece, que carezca de piedad y no sepa infundir el amor a la oración a los niños a quienes educa, es un pedagogo indigno de la noble misión que se le confía.
3. Intenso amor a su profesión y a los niños.
Para desempeñar con acierto la noble función de pedagogo, es preciso estimarla y amar a los niños. Hay que empeñar, en el cumplimiento del deber, la propia existencia, la mente, el corazón, toda la actividad, la vida entera. No admite componendas, repartos ni divisiones. Todos los afectos, todos los afanes del maestro han de dirigirse a sus alumnos. Si no hace más que cumplir con ese oficio, a falta de otro mejor; si no se encariña con sus funciones y sus alumnos; si no se entrega totalmente a su educación, nada bueno podrá hacer.
La educación no consiste en la disciplina ni en la enseñanza; no se da mediante cursos de urbanidad, ni siquiera de religión; se transmite a través de las relaciones cotidianas, continuas, entre profesores y alumnos; de los avisos y consejos personales, los reproches y alientos, las lecciones tan diversas a que dan lugar esas relaciones ininterrumpidas.
Mas, para cultivar así individualmente a esas almas jóvenes, con la solicitud que reclaman sus necesidades y flaquezas, se necesita amar a los niños. Cuanto más se les ama, tanto más se hace por ellos, tanto menos cuesta su educación y mayores son las garantías de éxito. ¿Por qué? Porque las palabras y las acciones inspiradas por un afecto de buena ley, llevan consigo una virtud especial, sutil, irresistible. El maestro que ama, puede dar avisos y consejos; el amor que revelan sus palabras les da gracia y fuerza especial, se aceptan sus moniciones como prendas de amistad y se siguen dócilmente sus consejos. El maestro que ama, puede hacer reproches y aplicar penitencias; dentro de su severidad no se advierte prevención ni rigor excesivo; de modo que al alumno le duele más haber apenado a un maestro del que se siente amado, que el castigo que ha sabido merecer.
Amad, pues, a vuestros alumnos; no ceséis en la lucha contra la indiferencia, el cansancio y los sinsabores que sus faltas provocan tan fácilmente. Sin que os desentendáis de sus defectos, ya que debéis corregirlos, ni de sus faltas, que a menudo habréis de castigar, pensad también en todas las buenas cualidades que tienen vuestros muchachos: mirad la inocencia que brilla en su rostro y en su frente serena, ved con qué ingenuidad confiesan las faltas, la sinceridad de su arrepentimiento aunque no dure mucho, la franqueza de sus propósitos aun cuando falten a ellos casi inmediatamente; la generosidad de sus esfuerzos aunque rara vez los prolonguen. Daos por satisfechos con el poco bien que hacen y el mucho mal que dejan de hacer. Y, pórtense como se porten, seguid amándolos mientras estén con vosotros, ya que no hay otra manera de trabajar con provecho en su educación.
Amadlos a todos por igual: no haya proscritos ni favoritos; o más bien, siéntanse todos favorecidos y privilegiados por recibir testimonios individuales de vuestro afecto. ¿Quién os ha confiado esos niños? Dios y la familia de cada uno de ellos. Pues bien, Dios es todo amor para el hombre, y todo el que gobierna en su nombre, ha de imitar su providencia y compartir su amor. Referente a los padres de los niños, ¿quién ignora que el corazón de un padre o de una madre es una inextinguible hoguera de amor? En nombre de Dios y de las familias, amad, pues, a esos niños: sólo entonces seréis dignos y capaces de educarlos.
4. Entrega total.
¿Qué es la abnegación? Es el fruto del amor. Abnegarse es entregarse sin reserva, es olvidarse de sí, no querer contar para nada, sacrificarse totalmente. En expresión de san Pablo, es entregarse a sí mismo, tras haberlo dado todo (cf. 2 Co 12, 15).
«Sed padres, más aún, sed madres», aconsejaba Fenelón. Ya no se puede decir más. Pero, antes que él, ya había afirmado el Apóstol de las gentes: Aun cuando tengáis millares de ayos en Jesucristo, no tenéis muchos padres, pues yo soy el que os he engendrado en Jesucristo por medio del evangelio (1 Co 4, 15). Más bien nos hicimos párvulos en medio de vosotros, como una madre que está criando llena de ternura (1 Ts 2, 7).
«No hay un solo instante escribe Rollin en que el maestro no haya de responder del alma de los niños que se le confían. Si sus ausencias o distracciones dan ocasión al enemigo para arrebatarles el precioso tesoro de la inocencia, ¿qué podrá contestar a Jesucristo cuando le pida cuenta de esas almas?». Nunca debe, pues, perderlos de vista. Ahora bien, en esa vigilancia continua consiste precisamente la abnegación. Sólo esa entrega paternal, efectivamente, es capaz de semejante labor. Todo maestro que no lleve dentro del alma las inspiraciones de dicha entrega total, será inevitablemente un mal pedagogo.
Por ejemplo, ¿de dónde sacará fuerzas para cuidar, en la clase, lo mismo a los torpes que a los listos, e incluso a tratar a aquéllos con más solicitud, precisamente porque son torpes, y arreglárselas para que, sin frenar demasiado el progreso de los mejores alumnos, no se rezague ninguno de los intelectualmente pobres, que no suelen dar mucha satisfacción al amor propio del maestro? Se impone aquí necesariamente la abnegación paternal: sólo un padre o una madre no consentirán nunca en dejar rezagados a los hijos más tiernos; sólo ellos se acomodan a su debilidad, les esperan, si hace falta, no sacrifican a unos por favorecer a otros y repiten lo de Jacob: Bien ves, señor mío, que tengo conmigo niños tiernos... Vaya mi señor delante de su siervo: yo seguiré poquito a poco sus pisadas, según viere que pueden aguantar mis niños (Gn 33, 1314).
Solamente la abnegación puede tolerar con paciencia las flaquezas, defectos ingénitos o chocantes, y la ingratitud de los niños. Solamente ella acaba por hacerse querer de esos muchachos, por atraérselos y elevarlos a su altura, porque solamente ella ha sabido bajar hasta donde ellos se hallaban; solamente ella, por fin, los transforma, porque sólo ella se identifica con esas almas jóvenes, como se identifican los padres con los hijos; y para decirlo todo de una vez, solamente ella puede acertar en el ministerio de la educación. La abnegación es el maestro más avisado que hay: tiene tal sutileza, que nada la puede suplir.
Pero sólo porque uno ama, puede sacrificarse; el principio de toda abnegación es, pues, el amor. Cuando el Hijo de Dios vino a ser el maestro del género humano, se inmoló para volver a elevarnos a la altura de nuestro primer destino. El inspirador supremo de esa abnegación inmensa fue el amor. Por eso dice san Pablo: Entonces la caridad de Dios apareció y se manifestó en todo su esplendor. Cuando Jesucristo envió a sus apóstoles como continuadores de su obra, les pidió un triple testimonio de amor y entrega, para darnos a entender que el desempeño de la hermosa y dura labor de los educadores requiere ante todo amor a Dios y a las almas.
Encargarse de educar a los niños sin amarlos, cumplir con desgana y desidia tal ministerio, es una desgracia y entraña una responsabilidad grave. «Porque un zapatero dice Platón sea mal operario, o llegue a serlo por su incuria, o siente plaza de tal sin serlo, la república no va a salir muy perjudicada: la única consecuencia es que unos pocos atenienses anden algo peor calzados. Pero si los pedagogos no lo son más que de nombre, si cumplen mal su cometido, las consecuencias serán mucho más graves. La mala obra de sus manos son las generaciones ignorantes que pondrán en peligro el porvenir entero de la patria»
Para ser realmente útiles a los niños, el amor y la entrega necesitan sal y vigor. ¿Cuál es la sal de ese afecto y esa abnegación? Es una firmeza prudente, que preserva de la flojedad y blandura excesiva. La firmeza es la fuerza moral, la energía de alma y de carácter con la que el maestro ejerce, de manera avisada, los derechos de su autoridad.
Fijaos bien, decimos fuerza moral, no fuerza material: es la fortaleza de ánimo, la firmeza en los consejos y la nitidez en los criterios. Naturalmente, se ha de reflexionar; pero, hecha la reflexión, se ha de concretar bien el propósito y cumplirlo sin titubeos. Es la fortaleza de la voluntad, es decir, la decisión clara y terminante; moderada, pero, dentro de la moderación, inamovible. Esa es la fortaleza que inspira respeto, sumisión y confianza. La fuerza moral se deja sentir en el alma de los niños y logra su educación. La fuerza material es como la policial: reprime, pero no corrige nunca los vicios y bajas pasiones; puede valer para las cárceles o los cuarteles, pero no para un centro de educación.
La firmeza es necesaria para conseguir adelantos y estimular a maestros y alumnos; necesaria para lograr silencio, orden y reconcentración, sin los cuales no puede haber trabajo serio ni aplicación perseverante; necesaria para mantener el reglamento, sólo el reglamento, pero todo él con sus detalles para cada ejercicio; necesaria para no tolerar ni permitir el menor mal, la menor falta. Se puede, y se debe, perdonar de vez en cuando; aparentar que no se ha visto; pero nunca aprobar ni tolerar lo que va contra el orden; nunca abdicar de los principios de la virtud y la justicia.
«Ahora bien dice Bossuet, hay una firmeza falsa. ¿Cuál? La dureza, el rigor, la terquedad, la imposición por la fuerza. No querer nunca armarse de paciencia, empeñarse en ser obedecido a toda costa, no saber esperar y contemporizar, romper en seguida por todo, es casi siempre comprometerlo todo y estrellarse uno mismo. Eso es ser débil: no saber dominarse es la debilidad más clara». «No hay auténtico dominio agrega Bossuet, si ante todo uno no es dueño de sí; ni hay firmeza provechosa, si no se empieza por ejercerla contra las propias pasiones».
Por consiguiente, en la obra de la educación nunca se ha de hacer nada por capricho, violencia o arrebato; todo lo han de impulsar la razón, la conciencia, la reflexión y el buen criterio. Tal es la firmeza genuina; tal es también, para el maestro, el orden y fundamento de toda autoridad. Quien así la ejerce primero sobre sí mismo, merece ejercerla sobre los demás; quien no es dueño del propio corazón, carece totalmente de firmeza porque es básicamente débil. En suma, la firmeza no dirigida ni regulada por la sana razón y el buen criterio, no es virtud, sino pasión o desfogue. La que no tenga como fundamento la bondad, tampoco es de buena ley; si no la mueve la abnegación, no es digna de tal nombre y, singularmente en la educación, tiene efectos desastrosos.
5. Celo perseverante, para instruir, corregir y formar al niño con toda paciencia.
«Tres cosas necesita la tierra dice Plutarco para dar cosecha abundante: buen cultivo, buen labrador, buena semilla. La tierra es el niño; el labrador, el que educa; la semilla son los buenos principios que el joven ha de recibir».
Hay que infundir, pues, en la mente de los niños las verdades santas; grabar hondamente en sus corazones los preceptos divinos. Las lecciones que deis, pronto se olvidarán si no las repetís. Para que sean duraderas, tienen que ser frecuentes. Digo frecuentes, no precisamente largas, pues la atención infantil es demasiado voluble para permanecer prolongadamente fija. Al desarrollar las instrucciones, no causéis fastidio al niño: es planta tierna a la que aprovecha mucho más el rocío de cada mañana que las lluvias copiosas caídas muy de tarde en tarde.
Ahora bien, en esa tierna edad es cuando más fácilmente se graban en la memoria las lecciones y los principios de la fe; es cuando las virtudes cristianas se imprimen con más viveza en el alma; es cuando la unción de la piedad mueve con más fuerza el corazón. En esa blanda cera es donde más fácilmente se graba la imagen de Dios. Para grabarla en piedra, se necesita el filo del cincel, muchos esfuerzos y mucho tiempo. Cuando no hay todavía prejuicios que disipar, pasiones que reprimir ni hábitos que reformar, es más fácil labrar el alma y amoldarla a los santos deberes del cristiano.
Ved cómo el jardinero avisado aprovecha el tiempo en que el árbol, tierno todavía, conserva la primitiva rectitud, para sujetarlo al rodrigón que le impedirá torcerse. El alfarero, para modelar la arcilla, no espera a que ésta se haya endurecido. Cuando es muy joven, pues, es cuando hay que formar al muchacho y darle buenos principios. Si le dejáis encenagarse en el vicio y la ignorancia, os predice el Espíritu Santo que ya no lograréis someterlo a la ley de Dios y formarlo en la virtud.
Así como la planta, las flores y los frutos se contienen en una semilla pequeña, así los gérmenes de las virtudes y de los vicios existen ya en los niños. Todo el mérito de la educación consiste en cultivar los primeros y desarraigar los otros. El buen maestro no se ocupa, pues, sólo de los alborotos que puedan alterar la disciplina, o de las faltas individuales que puedan manchar la conciencia de los niños; se afana, además, por corregir sus defectos. Sabido es que los defectos son las raíces de las faltas: son retoños que no dejan de brotar y volver a brotar mientras no se los haya arrancado de cuajo. Hasta los paganos habían entendido esa verdad, y Platón asegura: «El mancebo adquiere la perfección luchando contra los malos instintos y reprimiendo los defectos. Sin esos combates, no llegará a ser ni medianamente virtuoso».
La educación es un cultivo, y todo buen cultivo supone dos cosas:
• Cortar las ramas inútiles y eliminar la fruta agrazada o zocata, símil de la represión y cercenamiento de los desórdenes y faltas: cosa buena y útil, pero se necesita algo más.
• Se ha de llegar, pues, a la segunda operación, que consiste en eliminar los malos jugos injertando en el patrón vástagos de mejor calidad, símbolo de las virtudes que se han de instilar en el alma del niño.
Pero no olvide el maestro cristiano que los defectos casi no se pueden corregir más que en la juventud. Unánimemente atestiguan esa verdad los moralistas. «Lo que el hombre sembrare en los primeros años, eso recogerá en la edad madura», asegura san Pablo.
Cuando, al fin, llega uno a la edad de la sensatez, aun deplorándolas, se cometen faltas que son infaustas secuelas de antiguas caídas. «Cuando los hombres maduros afirma Fenelón intentan dejar el mal, éste les acosa, al parecer, aún mucho tiempo: les quedan resabios que les han enflaquecido el carácter, carecen de flexibilidad y se hallan desarmados ante los defectos. Semejantes a los árboles cuyo tronco áspero y nudoso se ha endurecido con los años y ya no se puede enderezar, los hombres de cierta edad no pueden ya atemperarse a la lucha contra ciertos hábitos inveterados que se les han introducido hasta en el tuétano de los huesos. Los reconocen, pero demasiado tarde; los lamentan, pero en vano. La juventud es, pues, la única edad en que el hombre lo puede todo sobre sí mismo para enmendarse».
Se ha de recordar y no olvidar nunca que los defectos son, en el hombre, el origen de todas las desgracias, de todas las aflicciones, de todas las flaquezas, de los mayores descarríos, de todas las amargas decepciones y desasosiegos de la vida. Motivos demasiado graves para que un educador celoso no ponga siempre el mayor empeño en corregir y extirpar los defectos de sus alumnos.
Si, entre hombres de cualquier estado y condición, toda excelencia o inferioridad, toda dicha o desgracia viene determinada por las cualidades o los defectos. Si esa persona hubiera reconocido oportunamente o no hubiera fomentado tal o cual defecto, si el educador la hubiera ayudado a corregirlo, habría honrado a su familia, la habría hecho dichosa; mientras que ahora es su vergüenza y oprobio.
Supongamos que en una familia determinada se da un defecto muy corriente, el espíritu de contradicción. Tratándose de cosas menudas, basta para desterrar de ella la paz y la dicha; si se trata de las de bulto, engendrará disensiones escandalosas.
Poned al frente de una gran empresa a un hombre desidioso o desordenado: la arruinaréis en poco tiempo.
Si no se le corrige a un niño el orgullo y la vanidad, no dejará nunca de ser el verdugo de la familia por sus locas pretensiones, sus caprichos y tiranía.
Si la educación no reforma al muchacho díscolo que empieza pronto a hacer ostentación de libertinaje e independencia, de desprecio de la autoridad de padres y maestros, cuando llegue a mayor, se rebelará contra las leyes de su patria; propagará el desorden y la revolución.
Ved a ese otro con evidente inclinación a lo prohibido por el sexto mandamiento; si no le vigiláis, si le dejáis que se entregue tranquilamente a los deseos de su corazón descarriado, no tardará en arruinar el cuerpo, perder el alma y, con sus malos ejemplos, arrastrar a otros muchos a su ruina. Ahora bien, Dios y la sociedad pedirán un día cuenta al maestro de lo que hubiera debido hacer para corregir esos vicios y enseñar el camino de la virtud a los niños que se le habían confiado.
Otra observación importante es que los defectos menudos son los que destemplan los caracteres enérgicos y acaban con los grandes hombres. Nunca se debe, pues, halagar ni menospreciar un solo defecto, por débil o leve que parezca. Cualquier defecto halagado, o simplemente descuidado, va creciendo secretamente y llega a ser pasión dominante. Desde la caída de Adán no hay en nosotros un solo germen de mal, por diminuto que sea y desapercibido que pase, que no crezca si no se le combate; que no tienda a adueñarse de todo, a dominarlo e inficionarlo todo. Mientras que, por el contrario, no hay en nosotros nada bueno que no tienda a debilitarse si no se lo fomenta y robustece. Por eso tampoco ha de descuidarse ninguna buena cualidad; pues toda virtud, cualquier don, por mínimo que sea, perece si no se le cuida.
En la naturaleza, todo lo que ha crecido lozano y se alza airoso en la época del vigor, hubo de sufrir, en los primeros años, sujeción y apretura. Para que un árbol presente aspecto hermoso, ha tenido que estar, cuando era tierno, cercado de espinas que le guardaran de las embestidas de los animales; ha habido que apuntalarlo y, sobre todo, que podarle los chupones que no le habrían dejado dar frutos abundantes; es decir, se le ha tenido que aplicar un hierro que parece mortífero, pero que le ha hecho fecundo: la airosidad de su ramaje y la abundancia de sus frutos exquisitos, todo se debe a una mano aparentemente cruel, que le infirió muchas heridas útiles.
6. Pero se necesita mucha discreción, al reprimir y corregir defectos, para que la severidad no degenere en dureza, y la mansedumbre en debilidad. Ambos excesos traen consigo los más graves inconvenientes, capaces de arruinar por completo la obra de la educación.
Las correcciones excesivamente blandas o demasiado recias acaban por no producir efecto alguno. Batiéndolo, el hierro se vuelve maleable y se le maneja a discreción; pero los golpes torpemente aplicados lo quiebran. El maestro que no sabe moderar y graduar reproches y castigos, hará que se acostumbren los niños a los primeros y se vuelvan insensibles a estos otros. Les agría el carácter e, intentando enmendarles un defecto, les hace caer en otro peor.
Por encima de todo, la prudencia procura adecuar los avisos y correcciones a la índole de cada niño. Quebranta la dureza de los díscolos con castigos más severos; pero temería apabullar a los débiles con penitencias riguro! sas. Al inclinado al bien no le trata como al que tiende naturalmente al vicio; sabe variar el género y graduar la intensidad del castigo según las faltas y defectos. Reprime al iracundo, humilla al orgulloso, estimula al perezoso y alienta al pusilánime.
Educadores inexpertos, que no echáis mano de otro recurso fuera de los castigos; que los multiplicáis sin razón suficiente y os ufanáis de conseguir, con ese rigor excesivo, la obediencia del alumno: tal vez logréis esa obediencia, pero con detrimento del carácter y de la actitud del muchacho. Lo hacéis más flexible, pero le restáis todo vigor. Vuestra severidad excesiva le embrutece: lográis su obediencia, pero perdéis su confianza; le hacéis sumiso porque le habéis vuelto solapado. Le habéis llevado a desconfiar del maestro y le habéis enseñado más a ocultar sus caídas que a evitarlas. Ved lo que hace el artista inteligente: echa mano de todos los recursos necesarios y evita el empleo de una fuerza inútil, que podría ser perjudicial para su obra. En la educación, el castigo es el último recurso, y no se ha de emplear antes de haber agotado todos los demás. Cuanto más raro sea, mayor eficacia ha de tener.
7. Finalmente, la religiosidad.
Cuanto más religiosa sea la educación, menos severidad se necesita. Fórmese la conciencia, aduéñese la piedad del corazón, y el niño se someterá fácilmente a la obediencia y al cumplimiento de todos los deberes. Velará él mismo sobre sus inclinaciones desordenadas y defectos, y los corregirá.
Solamente la piedad, el santo temor de Dios y las prácticas piadosas de la religión son capaces de imponer a los ojos, la lengua y a todos los sentidos del joven, el recato saludable y el freno de la conciencia, que son las mejores garantías de la inocencia y la virtud.
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